
Desperté y me senté en un sofá que al verlo parece hecho de hilos tejidos donde cada centímetro lleva escrita una palabra con la primera letra de tu nombre. Omití el propósito de las malévolas palabras del sillón y al recostarme de nuevo miré como en el techo hay estampas con fragmentos de tus labios repartidos, pegados intencionalmente por encima del asiento, como si en un día soleado una nube pareciera flotar cargada de agua y granizo sólo sobre mi casa. Pero me senté sola en el sillón esperando escucharte decir algo. De pronto vi junto a mí una lámpara que prende con el brillo de tus ojos al parpadear los míos. Y así me levanté. Mis pies descalzos sintieron una alfombra suave y húmeda con la que solías besar. Decidí caminar. Hay una puerta entreabierta pintada con las células de tu sangre. Tuve que abrirla. No quería mirar. Una cuerda de huesos hizo que me cayera. En el piso mis manos tocaron una superficie suave, tibia, en la que pude palpar tus poros emitiendo tu olor. Arrastrando mi cuerpo por la habitación se me enterraron algunas de tus uñas mientras otras sólo reaguñaron mi piel. ¡Un salto! Mis ojos se abrieron de nuevo. Tu piel, tus huesos, tus uñas y tu sangre haciendo trampas por el cuarto rodean la cama llena de visceras en la que me acosté. Los hilos incrustados en la sangre seca de las heridas hechas por tus uñas me enredan a la cama. Sólo pude mover mis manos. Unas pinzas atoradas en mis dedos sujetando un extremo de tu piel y una navaja que reposa en mi palma derecha me hacen recordar que por un segundo mi nombre hizo referencia a una persona distinta a la que normalmente soy...